La magia es el conjunto de creencias y prácticas rituales que, apoyadas en fuerzas de origen sobrenatural, se realizan con el fin de inducir efectos prácticos sobre el mundo material o sobre las personas. La palabra española «magia» procede del latín magia, que a su vez deriva del griego mageia y éste del persa magu. A partir de aquí, la procedencia se hace más confusa, existiendo autores que hacen remontar a los medos el origen de la expresión, probablemente con el significado de sacerdote.

Herodoto, la gran referencia para el estudio de la Antigüedad, habla de los magoi, a los que describe como una de las seis tribus que componían el pueblo medo. Para algunos autores, estos magoi debieron ser un grupo especializado en la práctica y el conocimiento de rituales mágico-religiosos, de donde deriva la unión entre su nombre y este tipo de prácticas.

Para los historiadores griegos y romanos, los sacerdotes medos y persas eran expertos en el conocimiento de las ciencias ocultas, la astrología y la medicina mágica –distinta de la medicina natural, que consideraban derivada de la experiencia y la razón–, pudiendo condicionar con sus rituales la actuación de las fuerzas sobrenaturales. Por este motivo, por su contacto peligroso con lo sobrenatural, los magos comenzaron a ser temidos, lo que reforzó su carácter oculto y marginal, alejado de las prácticas religiosas oficiales. Con el paso del tiempo, la magia adquirió connotaciones negativas, una visión que se ha mantenido a lo largo de la historia. La idea que subyace bajo este punto de vista es que el conjunto de rituales y creencias agrupados en lo que se entiende por magia pertenecen al mundo de lo espiritual, a las fuerzas que controlan la naturaleza, pero no están reguladas ni controladas por la ortodoxia religiosa, por lo que se equiparan a la superstición, al paganismo, a la brujería y con todo tipo de ámbitos no homologables con lo religioso.

Al igual que comenzó a suceder entre griegos y romanos, los primeros cristianos hicieron recaer sobre la magia una visión negativa, adjudicándola a los pueblos paganos, a los que consideraban incultos e incivilizados. Magia, adivinación, curanderismo, astrología… fueron prácticas condenadas desde la ortodoxia religiosa por autores como San Agustín o San Isidoro. Pese a estos intentos por extirparla, las prácticas mágicas continuaron siempre existiendo, si bien es cierto que ocupando ámbitos de la sociedad marginales y ocultos. De su presencia constante da fe el hecho de que han sido varios los autores, a lo largo de los siglos, que se han ocupado de estudiar y clasificar el fenómeno mágico y adivinatorio. Ya el mismo San Isidoro estableció una clasificación de especialistas mágicos, de los que se ocupó en identificar su actividad y características. Así, habló propiamente de magos –capaces de modificar los elementos y dañar a los hombres–, nigromantes –que tienen el poder de resucitar a los muertos y resolver grandes misterios–, hidromantes –pueden ver el futuro por medio del agua y de la sangre–, encantadores –que utilizan el poder de la palabra para secuestrar la voluntad de las personas–, adivinos –conocen el futuro por medio de técnicas diversas, como el trance–, arúspices –ven el futuro en las entrañas de los animales–, augures –interpretan el porvenir estudiando el vuelo y el canto de las aves–, ariolos –preguntan a los espíritus, a los que satisfacen mediante sacrificios–, salisatores –ven el futuro en el movimiento de sus miembros–, pitonisas o pitias –mujeres que interpretan el oráculo–, astrólogos –estudian las estrellas para conocer el futuro–, sortílegos –realizan pronósticos estudiando algunas escrituras o echando suertes– y matemáticos o genetliacos –pronosticaban cuál sería el futuro de una persona estudiando su horóscopo o fecha de nacimiento–.

Reprobados por la religión oficial, estos especialistas fueron objeto de una dura persecución durante toda la Edad Media, a pesar de lo cual era muy frecuente que la población acudiera a ellos en busca de remedios para sus males o de consejos a la hora de abordar un proyecto de futuro incierto. Sin embargo, pese a la dura persecución de que fueron objeto, estas prácticas nunca consiguieron ser erradicadas y, a partir del siglo XIII, comenzó a surgir un movimiento de reivindicación de ciertos saberes mágicos, distinguiéndose entre los benéficos y los maléficos. Estos últimos, que causaban daño, se decía que estaban inspirados por el mismo diablo y, por ello mismo, debían ser perseguidos. La magia benéfica, por el contrario, comenzó a ser denominada magia natural, y en ella se agrupaban todas las prácticas encaminadas a realizar curaciones y actos benéficos. Guillermo de Auvernia, San Alberto Magno, Roger Bacon o Santo Tomás de Aquino fueron algunos de los defensores de esta magia natural, destacando no sólo su labor beneficiosa, sino su carácter de auténtica ciencia. Con el paso del tiempo, la aceptación por parte de la jerarquía eclesiástica de algunos de estos saberes hizo que incluso empezaran a ser impartidos en las universidades.

A partir del siglo XVI, el avance del racionalismo y el empirismo comenzó a devolver de nuevo a la magia al lugar marginal que anteriormente había ocupado. Las nuevas ideas científicas del Siglo de las Luces y los avances de las ciencias experimentales alejaron a la magia del lugar de privilegio que hasta entonces había mantenido, quedando nuevamente restringida a círculos tenidos por iletrados, primitivos o irracionales. Magia, religión y ciencia volvieron a ser, en el pensamiento occidental, conceptos enfrentados.

El surgimiento del interés por conocer otros pueblos y culturas, a partir del siglo XIX, y con él el desarrollo de la ciencia antropológica, conllevó un giro radical en esta concepción peyorativa de la magia. Etnógrafos e historiadores encontraron que la magia está presente en todos los pueblos del pasado y del presente. El primer autor en diferenciar magia, religión y ciencia fue Frazer, aunque en la primera antropología la magia se identificaba, de un modo despectivo, con lo primitivo y arcaico. Para los autores evolucionistas, la magia era la forma de pensamiento típica de los pueblos que se encontraban en una fase de desarrollo inicial y que, por esto mismo, eran mentalmente incapaces de desarrollar una forma de conocimiento racional y civilizada. Para Frazer o Tylor, la magia y el pensamiento mágico forman parte de las primeras etapas de la humanidad y de los pueblos más primitivos, si bien se esfuerzan por estudiar el fenómeno, analizarlo y comprenderlo. Para estos autores, iniciadores de un punto de vista sobre la magia que después, con matices, continuarán Lévy-Bruhl, Émile Durkheim o Mauss, el pensamiento mágico corresponde a una mentalidad lógica según la cual el mundo y los fenómenos naturales se explican no utilizando la razón en todas sus potencialidades, sino la analogía, es decir, clasificando las cosas por su semejanza. Así, por ejemplo, el oro sería el remedio adecuado para curar la ictericia –enfermedad que se caracteriza porque la piel o los ojos toman un color amarillento–. En esta línea, más por la vía de lo psicológico que de lo social, Sigmund Freud identificó la magia no sólo con el salvajismo o lo primitivo, sino con la neurosis y la infancia: los pueblos que creen en la magia, afirmaría, al igual que los niños o las personas inmaduras, creen que desear algo con mucha fuerza es suficiente para poder conseguirlo.

Con el desarrollo de las teorías antropológicas modernas estas teorías quedaron superadas, gracias al cambio de perspectiva que supuso considerar la magia desde el punto de vista interno de los pueblos que creen en ella, y no de los observadores occidentales. Con ello, se halló que el pensamiento mágico no es primitivo o atrasado, sino que contiene un universo extraordinariamente rico y complejo de significados culturales, estando presente, bajos muchas formas, en las mismas sociedades modernas occidentales. Malinowsky encontró, al contrario que lo defendido por sus antecesores, que las sociedades tradicionales sí son capaces de distinguir entre las causas naturales y las causas mágicas, y que no es cierta la línea magia-religión-ciencia trazada por los evolucionistas, según el cual todos los pueblos atraviesan estas etapas en su evolución cultural. Malinowsky demostró que la magia es, en muchos sistemas culturales, como también en el occidental, una forma de conocimiento y creencia complementaria de la religión y de la ciencia, con las que convive. Evans-Pritchard, quien trabajó entre los azande africanos, halló que la magia, la adivinación y la brujería –ésta con sentido peyorativo o maligno– contribuyen al mantenimiento del orden social, cumpliendo funciones normativas sobre el comportamiento y explicando la moral pública, al tiempo que ponen de manifiesto ciertas hostilidades latentes en el funcionamiento social. Así, las acusaciones de brujería estarían manifestando la existencia de conflictos dentro del grupo social, una idea también desarrollada por Mary Douglas en su obra Pureza y peligro. Finalmente, la ideología evolucionista con respecto a la magia quedó totalmente superada con Claude Lévi-Strauss, para quien magia, religión y ciencia son categorías que únicamente están presentes en la mirada occidental, pero también son ámbitos que coinciden y conviven, bajo aspectos diversos, en todas las sociedades, revelado que el universo está ordenado y que en él el hombre puede desempeñar un papel activo.

La antropología moderna ha abandonado la idea de encontrar una única definición para la magia, al darse cuenta de que dentro de cada cultura existen definiciones y significados propios. El mismo concepto de magia pertenece al pensamiento occidental y, por tanto, no puede ser trasladado automáticamente a las múltiples culturas y sociedades existentes, de la misma forma que en otras culturas no puede determinarse la existencia de una división clara y precisa entre magia, religión y ciencia.