La lactosa es un disacárido, es decir, un glúcido formado por dos unidades estructurales a las que se denomina monosacáridos. Está compuesto, de forma mayoritaria, por átomos de carbono, hidrógeno y oxígeno, y son característicos su sabor dulce y su elevada solubilidad. Uno de los monosacáridos es la glucosa, más concretamente, la α-glucopiranosa, que es una molécula de glucosa que presenta estructura de anillo hexagonal, debido a un proceso de ciclación. El otro monosacárido que forma la lactosa es la galactosa, que también presenta estructura ciclada, denominándose β-galactopiranosa. Ambos monómeros se unen siempre de igual manera para formar el disacárido: el carbono número uno de la galactosa se une al carbono cuatro de la glucosa, estableciéndose un enlace glucosídico de tipo β (1→4). La formación de este enlace provoca la liberación de una molécula de agua.

A la lactosa también se la llama el azúcar de la leche, ya que se encuentra de manera natural en este alimento en concentraciones de entre un 4 y un 5%. También se puede encontrar este disacárido en algunos vegetales, pero de forma muy minoritaria.

La lactosa tiene un importante papel como fuente de energía en los animales, ya que su degradación libera moléculas de glucosa que es utilizada en diversos procesos metabólicos. Para digerir las moléculas de lactosa, el intestino de los seres humanos necesita una enzima concreta, la lactasa, que tiene la capacidad de degradar el disacárido de manera específica, liberando los monosacáridos de glucosa y galactosa. Esta enzima es sintetizada de manera natural por la mucosa intestinal, pero existe cierta proporción de la población en la que la lactasa se produce de manera deficiente e, incluso, no se llega a fabricar.

Estas personas presentan lo que se conoce como intolerancia a la lactosa, que no conlleva ningún tipo de problema siempre que se lleve una alimentación adecuada, con la total supresión de todo tipo de leche de vaca y sus derivados (leche en polvo, yogures, mantequilla, bollería, postres elaborados con leche, etc.). En el caso de ingerir alguno de estos productos lácteos, los síntomas de intolerancia, entre los que destacan los cólicos y fuertes diarreas, suelen aparecer entre los 30 minutos y las dos horas después de la ingesta, recuperándose el organismo entre tres y seis horas más tarde.

La intolerancia a la lactosa puede deberse a distintas causas. Por un lado, puede ser una causa congénita, en la que la lactasa falta desde el momento del nacimiento por un error en el gen que la codifica; por otro, la deficiencia en lactasa puede ser adquirida. En este último caso, la intolerancia puede presentarse de manera temprana (en edad infantil o durante la adolescencia) o de una manera más tardía (ya en la edad adulta). La causa de la aparición de este tipo de intolerancia adquirida suele ser, en la mayoría de los casos, una agresión a la mucosa del intestino, que puede ser provocada por infecciones virales o bacterianas, tratamientos médicos (como por ejemplo, la quimioterapia), enfermedades (como el alcoholismo o inflamaciones intestinales crónicas), etc.